Opinión
En Ecuador no hace falta un micrófono para hacerse viral. Basta con una mala actitud, una cámara de celular y una ciudadanía atenta. El pasado 1 de agosto, en una agencia del Banco Pichincha, un ciudadano reclamó —con razón— por las fallas constantes de la app, los cajeros y otros servicios digitales. La respuesta del presidente ejecutivo del banco, Antonio Acosta, fue todo menos ejecutiva: “Si no le gusta el banco, váyase a otro y no joda.”
La escena fue grabada y se difundió rápidamente a través de redes sociales. Lo demás es historia conocida: indignación, memes, comunicados, pedidos de disculpas. La crisis comunicacional se activó.
Pero más allá del exabrupto, lo sucedido revela algo más profundo: la crisis no fue solo de comunicación, fue de cultura institucional. Una cultura que, en algunos sectores del poder, sigue creyendo que se puede hablar con desprecio desde el pedestal sin consecuencias. Donde la queja del ciudadano es vista como una molestia, no como un derecho.
Desde la mirada de la comunicación estratégica, este caso es un manual viviente de lo que no se debe hacer:
- No se puede separar la figura del ejecutivo de la imagen institucional.
- No hay espacio “privado” cuando representas a una marca pública.
- No puedes actuar como individuo molesto cuando eres símbolo de una empresa que maneja la confianza (y el dinero) de millones.
El incidente también es un espejo social. Porque en un país donde muchas figuras públicas insultan, gritan o desprecian sin reparo, no sorprende que las cámaras estén listas para grabar y que la ciudadanía esté dispuesta a compartir. Es la versión contemporánea del “usted no sabe quién soy yo”, pero ahora con WiFi, indignación colectiva y viralización en minutos.
Pero lo más preocupante no es la frase aislada, sino lo que subyace en ella: una concepción de poder donde el cliente no siempre tiene la razón, y donde el reclamo legítimo es interpretado como insolencia. Y claro, si el ciudadano “no jode”, todo fluye. Si exige, incomoda.
Algunos dirán que fue un mal día. Otros que fue sacado de contexto. Pero la comunicación no se mide por intenciones, sino por impacto. Y el impacto de esa frase fue brutal: minó la confianza, arrastró reputación y reveló la falta de empatía de quien debería dar el ejemplo.
Quizás sea hora de recordar lo básico: comunicar no es hablar bonito, es saber escuchar, responder con respeto y entender que cada palabra pesa más cuando se tiene poder. Porque en esta época, no hay voceros informales. Todo comunica. Siempre. Todo forma parte del mismo patrón comunicacional, sea la banca, lo privado o la cosa pública: la incomodidad ante el control, el enojo cuando se les recuerda que el poder también tiene límites.
Esta semana lo vimos también con el presidente Noboa, despotricando contra la Corte Constitucional tras el rechazo de sus leyes por inconstitucionales. En vez de reconocer un error, prefirió el ataque. Como si la ley fuera un capricho. Como si el reclamo —del cliente o de la Corte— fuera una amenaza y no un derecho.
Ambos episodios revelan una misma herida: la dificultad de algunos poderosos para ser cuestionados sin estallar. Para aceptar que ya no basta con mandar, que hay que argumentar, escuchar, rendir cuentas. Porque cuando el poder responde con soberbia, y no con razones, lo que se erosiona no es solo la imagen… es la legitimidad.
Este artículo representa una opinión personal y no refleja la postura oficial de este medio. Se trata de un análisis basado en fuentes y percepciones del autor sobre el contexto actual social.