“No espero nada de ustedes y aun así me decepcionan”

El himno silencioso de la ciudadanía frente a sus representantes.

Cuando en Ecuador hablamos de política, hay una frase que cada vez suena menos a chiste y más a diagnóstico colectivo: No espero nada de ustedes y aun así me decepcionan. Es casi un himno silencioso de la ciudadanía frente a sus representantes, una suerte de mantra resignado que resume la sensación de quienes, aun sabiendo que no deben ilusionarse, siguen recibiendo bofetadas de cinismo en la cara.

La noticia de que los asambleístas del partido de gobierno ADN —el mismo que encabeza el discurso de “renovación”, “juventud” y “nuevo país”— son los que más han llegado tarde o faltado a las sesiones del Pleno, no sería tan escandalosa si no fuera tan predecible. La Asamblea no tiene ni dos meses en funciones, el gobierno de Daniel Noboa ni siquiera uno, y ya estamos jugando al bingo del ausentismo parlamentario. Otra vez.

Esto no es solo un problema de puntualidad. Es una declaración simbólica de lo que realmente importa —o no— para quienes deberían estar construyendo soluciones. En un país donde se le exige al ciudadano promedio que llegue a la hora al trabajo, que rinda, que produzca, que pague impuestos a tiempo y que aguante con estoicismo cortes de luz, inseguridad y precios por las nubes, ver que quienes legislan desde sus curules tratan sus funciones como si fueran optativas es una cachetada de esas que ni se molestan en disimular.

Pero lo que más duele —y aquí viene lo delicado— es que, a pesar de todo, ya no sorprende. La indignación ha dado paso al hastío. Y el hastío, como fenómeno social, es peligroso. Porque no grita, no protesta, no vota con rabia ni con esperanza. El hastío simplemente se apaga. Y cuando una sociedad se apaga, los de siempre siguen haciendo de las suyas con aún menos resistencia.

Hablan de cambiar el país, de “transformar la política”, de representar una nueva generación. Pero las formas no mienten: llegan tarde, faltan, y luego se justifican con comunicados vacíos o sonrisas posadas para Instagram. Cambian los rostros, cambian los apellidos, cambian hasta los hashtags… pero el fondo permanece igual. La política ecuatoriana sigue funcionando como una tragicomedia de repetición.

Mientras tanto, el pueblo —ese que trabaja a pesar del miedo, que cría hijos con el agua cortada, que emprende con deudas, que sobrevive a la informalidad y al abandono— observa con la certeza amarga de quien ya dejó de esperar algo. Pero incluso así, se decepciona. Porque por más que uno diga que ha dejado de creer, en el fondo siempre queda una chispa de esperanza maldita que se niega a morir del todo.

Y esa chispa, justamente, es la que estos “nuevos políticos” están matando a base de mediocridad disfrazada de modernidad.

La gran pregunta no es solo qué tipo de país están construyendo desde la Asamblea. La gran pregunta es qué tipo de ciudadanía nos están obligando a ser: una que grita, que renuncia, que se adapta o que simplemente mira al otro lado.

Y si nada cambia, si las sillas del Pleno siguen vacías mientras los discursos se llenan de promesas, quizás el mayor peligro ya no sea la decepción… sino la costumbre. (O)

Este artículo representa una opinión personal y no refleja la postura oficial de este medio. Se trata de un análisis basado en fuentes y percepciones del autor sobre el contexto actual político.

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