Desde la Defensoría del Pueblo se ha pedido al Ejecutivo garantizar mecanismos independientes de control. El riesgo, advierten, es que la lucha contra el crimen derive en vulneraciones a derechos fundamentales.
La Ley Económica Urgente, impulsada por el Gobierno en medio del conflicto armado interno, ha comenzado a reconfigurar la vida en sectores vulnerables a la violencia. Aunque plantea una respuesta contundente al crimen organizado con zonas de seguridad, confiscación de bienes ilícitos y refuerzo de la inteligencia financiera, su aplicación ha abierto un debate entre la necesidad de control y el respeto a los derechos ciudadanos.
En barrios como Bastión Popular, la presencia militar ha devuelto una relativa tranquilidad. Pero también ha instalado una nueva forma de vigilancia que inquieta a sus habitantes. “Nos sentimos protegidos, pero también observados como si todos fuéramos culpables”, relata María Palacios, vecina del sector.
El Ministerio del Interior contabiliza más de 300 operativos en al menos diez zonas intervenidas. Hay resultados: armas, drogas y dinero decomisado. Para comerciantes como Wilson Paredes, el cambio es visible. “Por fin puedo salir en la noche sin temor. Hay más respeto a la autoridad”, asegura.
No obstante, líderes comunitarios cuestionan la ausencia de representación ciudadana en los procesos de seguridad. Gustavo Rivadeneira, dirigente barrial, advierte que sin la voz de quienes viven la violencia en carne propia, las decisiones seguirán siendo “informes de escritorio”.

La crítica se extiende al plano ético. Ivonne Pinzón, líder comunitaria, considera que “la ley intenta tapar una herida profunda sin resolver sus causas”. Mientras tanto, jóvenes de zonas como Isla Trinitaria sienten que la militarización los arrincona: “Queremos vivir sin miedo, pero también sin ser señalados”, dice Esteban Cedeño.
Entre quienes claman por mano dura y quienes exigen justicia con dignidad, la Ley Económica Urgente camina por una delgada línea. En el intento de recuperar el control del territorio, el Estado se enfrenta al reto de no perder el de su propia legitimidad.