En medio de una guerra declarada contra el crimen organizado, el presidente Daniel Noboa ha decidido ir un paso más allá. Su propuesta, contenida en el artículo 26 del proyecto de Ley Orgánica para Desarticular la Economía Criminal, pretende autorizarle a conceder indultos anticipados, incluso a personas que aún no han sido sentenciadas por la justicia.La iniciativa, presentada con carácter de urgencia, está revestida de un discurso de respaldo a las fuerzas del orden. “Todos los policías y militares que vayan a desplegarse en Nueva Prosperina cuentan desde ya con indulto presidencial”, escribió Noboa en X el pasado 7 de marzo. No fue una declaración aislada. El 11 de abril, anunció que otorgará el indulto al policía que abatió a un delincuente en Quito y fue judicializado.Pero la pregunta de fondo no es si los uniformados deben o no ser respaldados. La pregunta es a qué costo se pretende garantizar ese respaldo. Y la respuesta que arroja este proyecto es preocupante: a costa del Estado de derecho, de la institucionalidad, de la independencia judicial y, por supuesto, de la Constitución. Expertos penalistas han sido categóricos: el indulto, tal como lo define el Código Orgánico Integral Penal, solo puede concederse a personas sentenciadas y con fines humanitarios.Lo que plantea el presidente indultar por adelantado a personas apenas investigadas o en pleno juicio no solo distorsiona el concepto legal, sino que colinda con una extralimitación de funciones. En pocas palabras: no es legal, no es constitucional y abre un peligroso precedente.Lo más …
En medio de una guerra declarada contra el crimen organizado, el presidente Daniel Noboa ha decidido ir un paso más allá. Su propuesta, contenida en el artículo 26 del proyecto de Ley Orgánica para Desarticular la Economía Criminal, pretende autorizarle a conceder indultos anticipados, incluso a personas que aún no han sido sentenciadas por la justicia.
La iniciativa, presentada con carácter de urgencia, está revestida de un discurso de respaldo a las fuerzas del orden. “Todos los policías y militares que vayan a desplegarse en Nueva Prosperina cuentan desde ya con indulto presidencial”, escribió Noboa en X el pasado 7 de marzo. No fue una declaración aislada. El 11 de abril, anunció que otorgará el indulto al policía que abatió a un delincuente en Quito y fue judicializado.
Pero la pregunta de fondo no es si los uniformados deben o no ser respaldados. La pregunta es a qué costo se pretende garantizar ese respaldo. Y la respuesta que arroja este proyecto es preocupante: a costa del Estado de derecho, de la institucionalidad, de la independencia judicial y, por supuesto, de la Constitución.

Expertos penalistas han sido categóricos: el indulto, tal como lo define el Código Orgánico Integral Penal, solo puede concederse a personas sentenciadas y con fines humanitarios.
Lo que plantea el presidente indultar por adelantado a personas apenas investigadas o en pleno juicio no solo distorsiona el concepto legal, sino que colinda con una extralimitación de funciones. En pocas palabras: no es legal, no es constitucional y abre un peligroso precedente.
Lo más grave es el mensaje simbólico y político que encierra: que la ley puede moldearse según la conveniencia del poder ejecutivo. Que se puede perdonar antes de juzgar. Que basta con portar un uniforme para recibir inmunidad de facto. Y que, si es necesario, se puede empujar los límites de la legalidad en nombre del orden.

¿Dónde queda entonces el debido proceso? ¿Qué garantía tienen los ciudadanos de que las actuaciones de policías y militares muchas veces sin supervisión real no deriven en abusos, excesos o incluso en crímenes disfrazados de deber?
El contexto de violencia que vive el país es real, innegable y doloroso. Pero las soluciones desesperadas, aunque populares, no son necesariamente las más sabias. En tiempos de crisis, lo más fácil es sacrificar derechos en nombre de la seguridad. Lo difícil es defender la democracia incluso cuando duele.
No se puede construir un Estado fuerte debilitando las leyes. No se puede proteger la institucionalidad desde el atajo del autoritarismo. Y, sobre todo, no se puede permitir que la figura presidencial se convierta en una especie de juez anticipado que premia o perdona según su criterio político.
El Congreso tiene ahora la tarea de analizar esta propuesta con responsabilidad, más allá de los aplausos fáciles o el miedo a parecer “blandos” frente al crimen. Porque si algo ha demostrado la historia de América Latina es que los regímenes que nacen para combatir al enemigo, muchas veces terminan pareciéndose demasiado a él.