Opinión
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En un mundo cada vez más dominado por la inmediatez, el entretenimiento superficial y la corrección política, creo que es oportuno hablar, al menos un poco, sobre la decadencia del pensamiento crítico en las nuevas generaciones. Hoy es claro que, tanto en política como en otros ámbitos, los jóvenes luchan por ser adultos y los adultos —para encajar— luchan por ser jóvenes. De esta forma, ambos llegan al limbo del desarrollo personal: una adolescencia mental caracterizada —creo yo— por una rebeldía sin sentido y un individualismo extremo, donde solo yo puedo definir quién soy, qué hacer y marcar tendencia con ello.
Tras leer algunos libros al respecto, he caído en cuenta de lo infantil que nos hemos vuelto como sociedad y de los mecanismos de manipulación que han llevado a muchos jóvenes a convertirse en piezas fácilmente moldeables dentro de un sistema que favorece la ignorancia sobre la reflexión.
El politólogo Agustín Laje argumenta en uno de sus libros —que llegó a mi estante— una premisa inquietante: vivimos en una era donde el conocimiento se ha banalizado y la emocionalidad ha reemplazado al razonamiento lógico; donde “lo nuevo es lo bueno; lo viejo es malo”. Para él, los jóvenes de hoy han sido absorbidos por una cultura de la gratificación instantánea, impulsada por las redes sociales y los medios, lo que los ha convertido en sujetos frágiles, cuya medida de validación son sus resultados en likes y aceptación social (seguidores), y que se ofenden con facilidad.
Hoy, jóvenes y adultos devoran contenido sin contemplaciones ni críticas. No hay tiempo para detenerse a pensar o cuestionar, porque eso implica reflexionar sobre lo viejo, sobre lo que ya pasó… y lo viejo no es nuevo, por ende, es malo.
A mi parecer, el sistema educativo ya no forma ciudadanos críticos, sino consumidores de ideologías prefabricadas, sean políticas, de género o religiosas. Todo parece una cuestión de modas y colectivismo, de ser parte de algo sin un verdadero compromiso. Las ideologías colectivistas permiten estar sin necesidad de ser, mantener todas las opciones abiertas sin afianzarse a ninguna, como quien disfruta de un concierto sin ser un fan a muerte.
Creo que, hasta cierto punto, las escuelas y universidades han pasado de ser espacios de formación a centros de adoctrinamiento, donde el pensamiento disidente es castigado y la conformidad con ciertos dogmas es recompensada. Como resultado, se ha generado una juventud dependiente de que alguien más dicte su pensamiento, su forma de actuar y de consumir narrativas digitales impuestas, en lugar de ciudadanos autónomos y pensadores.
¿Se han puesto a pensar en el impacto de la cultura digital en la capacidad de concentración y análisis de jóvenes y adultos hoy? Es aterrador. En un mundo donde Tik Tok y Twitter dictan la agenda informativa, el formato corto y la simplicidad han reemplazado el debate profundo y la lectura crítica. Este fenómeno ha creado una generación incapaz de sostener discusiones complejas, propensa a la desinformación y más inclinada a repetir eslóganes que a cuestionarlos.
La cultura de la cancelación es una herramienta de control de lo “políticamente correcto” que impide cualquier cuestionamiento a las ideologías dominantes. En lugar de fomentar el debate, se persigue y silencia a quienes desafían el statu quo, generando un clima de miedo que restringe la verdadera libertad de expresión.
Pero no todo está perdido. No se trata de adoptar una visión derrotista ni de conformarnos con que “así es la sociedad actual”. Por eso no me extraña la proliferación de fake news y granjas de trolls, así como la tendencia de políticos bailando en TikTok o jugando a ser influencers. Tampoco se trata de ser individuos antisistema o de asumir una postura revolucionaria sin más. Eso también parece estar de moda y caer en el mismo juego.
Creo que hoy es vital rescatar el pensamiento crítico, desconectarnos de la dependencia digital y recuperar valores tradicionales como la responsabilidad individual y el esfuerzo. Es ineludible replantearnos hacia dónde nos dirigimos como sociedad y qué podemos hacer para evitar el colapso de la inteligencia y el sentido común, para no caer en la “generación idiota” (O).
Este artículo representa una opinión personal y no refleja la postura oficial de este medio. Se trata de un análisis basado en fuentes y percepciones del autor sobre el contexto político actual en Ecuador y la región.