No es lo mismo comer saludable que vivir dignamente. No es lo mismo tener una mascota feliz que vivir en una ciudad segura
Soy de los que celebran cada vez que un perro va al veterinario más seguido que su dueño al médico. Tengo perros, gatos, y un presupuesto doméstico que gira más de una vez al mes alrededor de croquetas sin colorantes y snacks de atún liofilizado. Así que no, esta columna no es contra el amor animal. Es, en todo caso, una confesión de especie.
Hay una escena que se repite con puntualidad en ciertos barrios urbanos del Ecuador: un joven pasea a su perro con más disciplina que la que tuvo para sacar su cédula a tiempo. En una mano, la correa con arnés ergonómico; en la otra, una bolsa biodegradable lista para recoger el deber ciudadano del can. Esta imagen no es una sátira: es la evidencia de una transformación silenciosa.
Según recientes estudios de mercado, el gasto en alimentos para mascotas, productos naturales, suplementos alimenticios y cuidado personal ha aumentado significativamente en los hogares ecuatorianos. ¿Estamos frente a una revolución del bienestar o ante una nueva capa de consumo que disfraza carencias más profundas?
Porque sí, estamos más conscientes de lo que comemos, de lo que usamos en la piel, e incluso de lo que nuestras mascotas consumen. Pero, al mismo tiempo, seguimos tolerando servicios públicos deteriorados, educación rezagada y transporte que parece extraído de un documental distópico. El contraste es llamativo: nos preocupamos más por las proteínas que ingiere nuestro gato que por la calidad del agua que sale de la llave.
Este fenómeno —llamémosle “neoconsumismo emocional”— no es necesariamente malo. Habla de una generación que valora el autocuidado y el confort. Pero también revela algo más profundo: la sensación de abandono institucional que nos lleva a encontrar refugio en pequeños espacios de control personal. Si el Estado no garantiza bienestar, lo compramos por partes; nos cuidamos más (y mejor), buscando bienestar en los estantes del supermercado. Si el Estado no cuida, nos cuidamos nosotros. Y nuestras mascotas también.
El mercado lo entendió antes que nadie: hay una nueva generación que compra más productos naturales, suplementos, alimentos premium para perros, aceites esenciales para el estrés, y cremas que prometen rejuvenecer hasta la dignidad. No está mal. Al contrario, es parte de un despertar saludable. Pero, ¿y si esa búsqueda de bienestar fuera también una manera de canalizar una angustia colectiva? ¿Quién puede culparnos si el país parece haber decidido tercerizar la esperanza? Si no viene del gobierno, vendrá del delivery.
Pero ojo: no todo bienestar es bienestar. Lo que se vende como conciencia muchas veces es marketing disfrazado. No es lo mismo comer saludable que vivir dignamente. No es lo mismo tener un perro feliz que vivir en una ciudad segura. Y no es lo mismo cuidar de uno mismo que construir una sociedad que cuida de todos.
Cuidar es un acto político, incluso cuando empieza con un perro feliz y un humano hidratado. Pero sería aún más potente si ese mismo nivel de atención se extendiera a lo público: si nos indignara con la misma pasión un albergue humano sin recursos, una clínica rural sin médicos, o una ley sin alma.
No se trata de dejar de cuidarnos. Ni de culpar al que se preocupa por su mascota (¡ojalá todos lo hicieran!). El punto es preguntarnos por qué el cuidado personal —y animal— se ha vuelto casi una forma de militancia individual, en un país donde la responsabilidad colectiva se diluye a diario entre titulares trágicos y entregas a domicilio.
Consumimos para sentir que tenemos algo bajo control. Y tal vez está bien. Pero que no se nos olvide que el bienestar real se construye también desde lo que exigimos, lo que denunciamos y lo que no dejamos pasar. Consumir mejor está bien. Pero vivir mejor debería ser el objetivo.
Este artículo representa una opinión personal y no refleja la postura oficial de este medio. Se trata de un análisis basado en fuentes y percepciones del autor sobre el contexto político actual en Ecuador y la región.