Opinión
Ecuador amaneció este lunes con resaca electoral, pero no del tipo festivo: más bien esa resaca silenciosa que deja un domingo de votación donde el país entero decidió que, esta vez, el “NO” era el único botón de emergencia disponible. Y no porque nos neguemos al cambio —al contrario— sino porque el menú de reformas —como en MasterChef— venía servido con un ingrediente que ya no pasamos: improvisación.
Y no porque los ecuatorianos le tengan miedo a los cambios —más bien estamos urgidos de ellos— sino porque ya reconocemos las señales de alerta cuando alguien intenta pedir cheques en blanco. Menos aún cuando quienes los piden son los mismos que, teniendo las herramientas a la mano, no son capaces de ordenar ni su propia casa. Pedir una Constituyente en un país donde la institucionalidad ya es un ajedrez con piezas incompletas es como suplicar una remodelación total cuando aún no puedes controlar la humedad de la sala. Primero arreglemos las goteras.
La política ecuatoriana, además, parece haber desarrollado un nuevo deporte nacional: anunciar refundaciones y reformas como si fueran actualizaciones de software. Pero, a diferencia de la tecnología —donde los updates arreglan bugs o donde ChatGPT sí hace la tarea— en nuestro caso suelen agregar más problemas. Un poco de memoria colectiva basta para entender por qué la palabra “Constituyente” activa más alarmas que entusiasmo: cada vez que la patria se “refunda”, lo que realmente se reinicia de cero son los discursos, no las soluciones.
No soy enemigo de las reformas. Todo lo contrario.
Sí creo que Ecuador necesita depurar su sistema político, ordenar su Parlamento y fortalecer su seguridad. De hecho, estoy de acuerdo con permitir bases militares extranjeras; no por complejo colonial, sino porque en un país donde la corrupción se filtra incluso en los tornillos, tener cooperación técnica de quienes sí han logrado mantener instituciones de seguridad medianamente inmunes es, al menos, pragmático.
También estoy de acuerdo con reducir la Asamblea, aunque ahí mi opinión viene con asterisco. Reducir asambleístas sirve de poco si seguimos eligiendo improvisados profesionales que confunden teoría con opinión y práctica con ocurrencias. No necesitamos menos sillas: necesitamos mejor gente sentada en ellas.
Y sobre los partidos políticos: si quieren existir, que trabajen. Si quieren recursos, que rindan cuentas. Y ya que estamos, aprovecho para repetir mi propuesta: las elecciones deberían ser facultativas, como en buena parte del mundo adulto donde el voto es un derecho, no una obligación forzada por miedo a la multa.
Pero volvamos a lo central: el problema de esta consulta no eran las preguntas, eran las intenciones. Una mezcla rara de ambición con ansiedad. El intento de convertir una captura —la de alias Pipo— en argumento electoral el mismo día de la votación terminó de demostrarlo. La política, igual que la gastronomía, depende del timing. Y este movimiento tuvo el mismo sabor que un camarón recalentado: se notó demasiado que querían que creyéramos que tenía “frescura electoral”.
Lo que el país rechazó no fue la necesidad de hacer cambios, sino la pretensión de que un gobierno improvisado pueda liderarlos sin antes demostrar que es capaz de resolver lo básico. ¿Cómo confiar un proceso constituyente a una administración que no puede ordenar el sistema de salud, que mantiene a la educación en modo mantenimiento y que no logra frenar la inseguridad ni usando todas las prerrogativas ya disponibles?
No, no es que no queramos cambiar. Es que queremos que, por una vez, quienes proponen cambios empiecen por hacer la tarea que ya les corresponde.
A este país le encantan las casillas (correístas, noboístas, lassistas): simplifican una realidad que es incómoda, compleja y profundamente contradictoria. Pero la realidad del ciudadano de a pie es que muchos votan desde un lugar menos heroico y más responsable: desde la convicción de que ya no hay espacio para más improvisación ni para proyectos políticos que usan el país como borrador.
El gobierno celebrará lo suyo, la oposición celebrará lo propio, y la ciudadanía —esa mayoría que no grita en redes ni en los millares de trolls— se quedará esperando que alguien, por fin, gobierne con cabeza fría y planificación, no con impulsos ni experimentos institucionales.
Y aunque algunos quieran leer este resultado como un retroceso, yo prefiero verlo como una señal: Ecuador aún no sabe cómo decir que sí, pero al menos ya aprendió a decir que no por las razones correctas. El NO, esta vez, fue una afirmación:
Una afirmación de que el país quiere cambios, sí, pero no a cualquier costo.
Que quiere soluciones, no aventuras.
Este artículo representa una opinión personal y no refleja la postura oficial de este medio. Se trata de un análisis basado en fuentes y percepciones del autor sobre el contexto actual político.








