El crimen organizado se apropia del agua potable en Guayaquil

En Guayaquil, las bandas ya no solo disputan territorios: hoy controlan barrios enteros a través del robo y la venta del agua potable, mientras la ausencia del Estado deja a miles de ciudadanos atrapados entre la necesidad y el miedo.

En Guayaquil, el crimen organizado ya no solo controla calles, barrios o economías ilegales. Ahora se ha tomado un recurso vital: el agua potable. Lo que durante años fueron denuncias ciudadanas sobre conexiones clandestinas y cobros ilegales se confirma con datos oficiales. Existen zonas de la ciudad donde Interagua, la empresa concesionaria, perdió el control de su servicio porque las bandas manejan las redes, impiden los cortes e incluso venden el agua robada.

Según cifras de la concesionaria, la planta La Toma produce cada día un millón de metros cúbicos de agua para Guayaquil y cantones vecinos. Esa cantidad debería alcanzar para más de tres millones de personas. Sin embargo, el 47 % de ese volumen nunca llega a cobrarse. De ese porcentaje, al menos una cuarta parte corresponde a robos y conexiones ilegales.

“Tenemos distintos tipos de fraudes: pinchazos en la red, manipulación de medidores y hasta barrios enteros donde no podemos ingresar por amenazas de las bandas”, reconoció Juan Carlos Bernal, director de operaciones de Interagua.

Un mapa de calor elaborado con inteligencia artificial revela que el problema no se limita a un sector, sino que se extiende por gran parte de la ciudad. En el noroeste, sectores como Ciudad de Dios, Realidad de Dios, Sergio Toral, Nueva Prosperina y La Carolina están bajo dominio criminal. En la vía a Daule, la cooperativa Los Pinos y Puente Lucía son puntos rojos; y en el norte, barrios populosos como Bastión Popular, Martha de Roldós, Vergeles, Las Orquídeas y Mucho Lote registran la misma dinámica.

El sur no se queda atrás: la Trinitaria y el Guasmo son espacios donde el agua se roba, se redistribuye y hasta se vende a través de mangueras improvisadas. “En varios sectores no podemos ingresar sin apoyo policial o militar. Reparar fugas o eliminar conexiones clandestinas es un trabajo que se repite constantemente porque al poco tiempo vuelven a pinchar la red”, explicó Ilfn Florsheim, directora de Comunicación de Interagua.

Los testimonios de los habitantes reflejan el temor de vivir en medio de una disputa donde el Estado está ausente. 

En Los Vergeles, una residente que pidió anonimato lo resume de manera lapidaria: “Aquí pinchan las tuberías a propósito. En cinco meses todo se agravó. Nadie denuncia porque hacerlo es ponerse en la mira de las bandas. Uno prefiere callar antes que buscarse un enemigo criminal”.

La sensación de abandono es evidente: vecinos señalan que ni el Municipio ni el Gobierno han dado respuestas contundentes. Y mientras tanto, la precariedad aumenta en sectores donde incluso se ha normalizado pagar a intermediarios criminales por un derecho básico.

El control de las redes de agua no solo implica pérdidas económicas, sino también violencia. Dos guardias de seguridad han sido asesinados en operativos: uno en el noroeste y otro en la Trinitaria. Personal técnico ingresa a barrios con acompañamiento policial, en una postal que retrata la degradación de la seguridad en la ciudad: trabajadores que deben pedir permiso a las bandas para reparar un daño.

La crisis expone una paradoja: mientras el Gobierno anuncia planes de seguridad y operativos contra el narcotráfico, en Guayaquil las bandas se adueñan de servicios básicos. 

El caso revela que la violencia en Guayaquil no solo se mide en asesinatos o extorsiones: también en la capacidad de las mafias de apropiarse de los servicios más elementales. Y cuando hasta el agua —un derecho humano— se convierte en mercancía del crimen, la pregunta es inevitable: ¿qué queda de la autoridad del Estado?

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