El mono de Samborondón: ¿mascota, símbolo o síntoma?

Una mujer exige entre gritos que le devuelvan su mono en un video viral grabado en una urbanización de Samborondón.

«¡Devuélvanme a mi mono!», grita la mujer en un video viral que recorrió WhatsApp, Instagram y noticieros. La escena ocurre en una urbanización de Samborondón. Un operativo de la Policía Ambiental acude tras una denuncia ciudadana y rescata a un mono chichico que vivía como mascota en una casa particular. La mujer, visiblemente alterada, reclama no solo por el animal, sino por algo más profundo: su derecho, su poder, su propiedad, su status. Y en esa frase —tan breve como poderosa— se condensa una radiografía del Ecuador contemporáneo.

La señora no discute el tráfico de especies, ni las leyes ambientales. No le interesa si el mono fue separado de su madre, o si su salud corre peligro por vivir en un entorno artificial. Su reclamo se resume en una sola idea: “era mío”. Pero en realidad, pocas cosas nos pertenecen menos que un animal silvestre. Y sin embargo, cuántas veces usamos ese “mío” para marcar el territorio emocional, económico o simbólico.

¿Y si el mono no era solo una mascota? ¿Y si representaba una forma de poder que, por un momento, se vio vulnerada por algo insólito: el cumplimiento de la ley?

Porque sí, las autoridades actuaron. Y actuaron bien. Entraron, evaluaron, rescataron. Pero la historia no se volvió viral por el mono. Se volvió viral por el contraste: una mujer en una urbanización de lujo sintiéndose despojada. No por la justicia, sino por lo impensado: que alguien hiciera justicia… incluso ahí.

Y como si la escena no fuera ya suficientemente absurda, la mujer ha planteado denuncias contra la empresa de seguridad privada de la urbanización. ¿La razón? Haber dejado pasar a las autoridades. Como si un guardia de portón pudiera detener a la Policía en pleno cumplimiento de un operativo ambiental. Como si la ley necesitara pedir permiso para actuar dentro de ciertas rejas. El reclamo no tiene pies ni cabeza, pero sí tiene algo que sobrevive a toda lógica: la sensación de impunidad patrimonial. La idea de que vivir en ciertos sectores significa vivir por encima de todo.

El mono de Samborondón no es el primero ni será el último. En Ecuador, el tráfico de fauna silvestre es un delito frecuente y muchas veces invisible. Los animales se compran por Facebook, se exhiben como símbolos de rareza y se crían sin el más mínimo criterio veterinario o ético. Pero cuando el caso ocurre en zonas rurales o barrios populares, no genera titulares. No genera indignación. No genera memes. ¿Por qué este sí?

Quizá porque duele más ver la autoridad entrando donde usualmente no entra. Quizá porque nos confronta con la idea de que la ley no siempre se dobla ante los muros altos y las calles sin baches.

Pero también, quizá, porque nos pone frente al espejo de nuestra relación con el entorno. Usamos animales como decorado, como entretenimiento, como identidad. Les damos nombre, les hacemos TikToks, pero pocas veces nos preguntamos si están donde deben estar.

En redes, la historia se volvió comedia: la señora del mono. Se convirtió en stickers, en reels, en comentarios irónicos. Pero, como suele pasar, el fondo se perdió entre risas.

Pocos se detuvieron a leer que la veterinaria Eliana Molineros explicó que los chichicos sufren severos traumas al ser separados de su grupo y que su tenencia implica un riesgo sanitario real. Menos aún leyeron que el operativo se dio tras una llamada al ECU 911 de una vecina preocupada. Una vecina que entendió que cuidar no siempre es callar.

El mono fue llevado a un centro de rescate, donde probablemente comenzará un largo proceso de rehabilitación. No se sabe si podrá volver a la selva. Muchas veces no pueden. Porque el daño no solo es físico: también es simbólico, profundo, estructural.

Y tal vez ahí está la pregunta incómoda que este caso nos deja: ¿cuántos otros “monos” tenemos atrapados en nuestras casas, nuestras ideas, nuestras lógicas de poder?

No son solo animales. Son símbolos. De todo lo que creemos que nos pertenece por tener una reja eléctrica, un apellido compuesto o una tarjeta platinum.

El mono no era un juguete. No era un adorno ni una excentricidad. Era un fragmento de biodiversidad que nunca debió estar ahí. Y sin embargo, su grito —o el de la señora que lo reclamaba— nos mostró algo más que una escena viral.

Nos mostró que, a veces, la selva está más cerca de lo que creemos. Y no está en los árboles.

Está en nosotros.

Este artículo representa una opinión personal y no refleja la postura oficial de este medio. Se trata de un análisis basado en fuentes y percepciones del autor sobre el contexto actual social.

Compártelo