Las muertes del 10 de junio no son hechos aislados, son parte de una crisis sostenida que requiere más que comunicados oficiales y operativos esporádicos.
La mañana del martes 10 de junio, Guayaquil volvió a ser escenario de una jornada sangrienta. En menos de una hora, al menos ocho personas fueron asesinadas en tres ataques armados registrados en la vía a Daule y en el sector de Mucho Lote 1, en el norte de la ciudad. Las cifras reflejan más que un número: retratan el colapso de la seguridad urbana en una ciudad tomada por el crimen organizado y abandonada por el Estado.
Uno de los hechos más violentos ocurrió en el sector de Peca, a la altura del kilómetro 10 de la vía a Daule. Allí, al menos cinco personas fueron abatidas a balazos frente a una plazoleta comercial, en plena hora pico. Los cuerpos quedaron tendidos en aceras, sobre la calzada e incluso dentro de una tricimoto, mientras los comerciantes y transeúntes intentaban resguardarse del terror.
La escena fue acordonada por la Policía, pero ya era tarde. La masacre había ocurrido a plena luz del día y sin ninguna reacción inmediata de las autoridades.

Minutos antes, en Mucho Lote 1, otro ataque armado dejó una víctima más. El hombre asesinado intentó escapar de los sicarios, pero fue alcanzado por las balas. Una segunda persona resultó herida en el atentado. En paralelo, en Villa España, otro conductor de tricimoto fue asesinado dentro de su vehículo. La cifra oficial de víctimas mortales ascendió a ocho antes del mediodía.
Lo alarmante no es solo la violencia, sino su frecuencia y la aparente normalización con la que se vive en sectores del distrito Pascuales, uno de los más golpeados por el crimen en Guayaquil. “De los siete asesinados, tres tenían antecedentes penales”, dijo Víctor Hugo Ordóñez, jefe de la Zona 8. Una declaración que, lejos de tranquilizar, siembra más dudas: ¿Justifica eso la ejecución pública? ¿Significa que el resto sólo eran víctimas colaterales?

La violencia criminal ha ganado territorio en Guayaquil mientras las autoridades apenas reaccionan. La presencia policial es escasa y reactiva. La estrategia de seguridad, si existe, no logra anticiparse ni disuadir los ataques. En cambio, la ciudadanía vive con miedo, atrapada entre balaceras, extorsiones y un Estado que no llega, o que llega tarde. Mientras tanto, la ciudad sigue acumulando cadáveres.