El último Papa y el eterno Ecuador

La comparación puede parecer exagerada, pero si uno mira de cerca, Roma y Ecuador viven momentos de transición. La diferencia está en cómo cada uno entiende el cambio.

Dicen que con la muerte del Papa Francisco se cierra una era. La de un Papa que intentó humanizar el dogma, abrir puertas sin desmantelar catedrales, hablarle a los jóvenes sin TikTok y predicar la humildad desde el balcón más poderoso del mundo. Un reformista entre sotanas, un jesuita que caminaba más con sandalias que con los pies descalzos del poder.

Y mientras en Roma se preparan para elegir al nuevo sucesor de Pedro en medio de siglos de tradición, liturgia y mucho humo blanco, en Ecuador seguimos atrapados en nuestra eterna incapacidad de cerrar ciclos. Aquí la muerte simbólica de ideas o liderazgos no produce renovación, sino reciclaje. Cambiamos de gobierno, pero no de lógica. De partido, pero no de prácticas. De discurso, pero no de fondo.

El Vaticano, esa institución milenaria tan resistente al cambio como nosotros a la puntualidad, ha demostrado —con todo y su anacronismo— que sabe algo que en Ecuador no hemos aprendido: los procesos importan. Allá, para elegir un nuevo Papa, se encierran sin celulares, sin micrófonos y sin Twitter. Acá, ni siquiera sabemos si el que llega al poder podrá terminar su periodo…

Francisco predicaba sobre los pobres, la dignidad del trabajo y el cuidado de la Tierra. Acá, si un político habla de eso, o lo tildan de populista o lo mandan a sembrar papas (literal). La espiritualidad que él promovía —esa que no se arrodilla ante los poderosos— contrasta con nuestras clases políticas que hacen fila para besar manos, pegarse un camisetazo y sellar pactos bajo la mesa, como si la política fuera una misa sin feligreses, pero con mucha colecta.

Y sin embargo, nos parecemos. Porque, así como la Iglesia vive de la fe, en Ecuador la política vive del cuento. La diferencia es que Roma al menos reconoce que lo suyo es una cuestión de creencias. Nosotros seguimos creyendo que elegir a alguien cada cuatro años sin preguntarnos qué representa, basta.

Tal vez la muerte del Papa Francisco debería hacernos reflexionar sobre nuestras propias transiciones. No para llorar el final de una figura, sino para entender que el verdadero cambio no ocurre solo con rostros nuevos, sino con ideas renovadas y acciones tangibles y medibles. La Iglesia, con todos sus siglos de historia y resistencia, entendió en su momento que debía abrir ventanas para que entrara aire fresco. Así nació el aggiornamento, ese llamado a ponerse al día, a dialogar, con el mundo viejo y el moderno sin perder su esencia; el norte. Fue un cambio profundo, incómodo, pero necesario para dejar los tumbos de lado.

Ecuador necesita su propio aggiornamento. Un Concilio que no se reúna entre sotanas, sino entre ciudadanos. Que no discuta dogmas, sino realidades. Que no busque humo blanco, sino acuerdos duraderos. La muerte del Papa Francisco aparece como el símbolo del cierre de un ciclo reformista en una institución histórica, en nuestro caso Ecuador: un país que también habla mucho de cambio, pero vive atrapado en estructuras viejas y prácticas caducas.

En fin, allá en Roma elige el Espíritu Santo. Acá todavía no sabemos quién elige, ni para qué. (O)

Este artículo representa una opinión personal y no refleja la postura oficial de este medio. Se trata de un análisis basado en fuentes y percepciones del autor sobre el contexto político actual en Ecuador y la región.

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